Una noche artística para abrir su espíritu: Pinturas, vino y barbacoa en Cassis
A veces, los momentos más inesperados son los que dejan las huellas más profundas. Fue en la última noche de un road trip de tres días por el sur de Francia, en el pequeño camping «Les Cigales» en Cassis, donde una chispa de creatividad encendió algo más grande en nosotros. Llegamos tarde al lugar, con nuestro Volkswagen T5 amarillo, «Mani», brillando bajo la tenue luz de la luna, listos para pasar la noche que marcaría el final de esta aventura de preparación para nuestro futuro viaje a América Latina.
La llegada y la magia del entorno
Estacionamos a Mani cerca de la entrada del camping, pero lo suficientemente ocultos como para sentirnos en un rincón apartado del mundo. La noche nos envolvía con su silencio, roto solo por el canto constante de las cigarras, como si la naturaleza nos recibiera con su propia melodía. A lo lejos, el aire traía consigo el aroma del Mediterráneo, recordándonos que estábamos en tierra provenzal, donde la vida y la naturaleza parecen fusionarse en un único suspiro.
Con el ambiente propicio, encendimos una barbacoa vegana improvisada. La calidez del fuego contrastaba con la brisa nocturna, y el vino tinto francés fluía en nuestras copas, aportando un toque de divinidad a la noche. Mientras los sabores ricos y ahumados de nuestra cena se mezclaban con el vino, algo en el aire despertó un deseo latente en nosotros: el deseo de expresar, de crear, de dejar salir el espíritu que llevábamos dentro.
La experiencia de pintarnos: Un taller improvisado y espontáneo
Habíamos traído pinturas para la cara, pensando en hacer un pequeño taller creativo en algún momento del viaje. Sin embargo, nunca imaginamos que sería esa noche en particular cuando nuestra alma artística se liberaría por completo. No habíamos tomado más que un par de copas de vino y, aunque la situación podía sugerir que estábamos ebrios o bajo algún tipo de influencia, la verdad es que fue la magia de la noche y la conexión entre nosotros lo que desató nuestro impulso.
Sin pensar mucho, cada uno comenzó a pintar el rostro del otro, eligiendo colores y diseños de manera intuitiva, como si las manos fueran guiadas por una energía ancestral. Dibujábamos formas que evocaban símbolos espirituales y étnicos, sin seguir un patrón concreto, simplemente dejándonos llevar. A medida que nos pintábamos, nos mirábamos a los ojos y veíamos algo más profundo: una chispa de reconocimiento, de que este tipo de momentos juntos eran un presagio para lo que vendría. Un buen augurio para el gran viaje que aún nos esperaba.
La conexión espiritual y el descubrimiento mutuo
En ese pequeño rincón del camping, bajo el cielo estrellado, nos dimos cuenta de que estábamos destinados a compartir este tipo de experiencias. Pintarnos la cara no fue solo un juego creativo, sino un acto de liberación, una forma de abrir nuestros espíritus y expresar lo que las palabras no podían decir. Nos reímos, nos contemplamos y sentimos cómo las barreras que a veces construimos en nuestra vida diaria se desvanecían, dando paso a una intimidad más profunda, un lazo más fuerte.
Ese instante de espontaneidad fue como si hubiéramos roto una burbuja que contenía nuestro verdadero yo. Nos conocimos de nuevo, y en esos colores y trazos que adornaban nuestros rostros, encontramos la valentía para mostrarnos tal y como somos, con nuestras excentricidades y locuras. Era como si, en lugar de alejarnos de la realidad, estuviéramos adentrándonos más en ella, explorando esas partes de nuestra alma que solo emergen cuando uno se atreve a ser auténtico.
El guardia del camping y el toque final
El fuego casi se había apagado cuando el guardia que nos recibió a la entrada apareció de repente. Con una sonrisa cómplice, nos recordó que las barbacoas estaban prohibidas, pero al ver que ya habíamos terminado, solo pudo reírse. Allí estábamos, con las caras pintadas como si fuéramos personajes de una tribu olvidada, en una situación que podría haber parecido absurda para cualquiera, pero que para nosotros tenía un significado especial. El guardia se fue dejándonos una última carcajada y un «bonne nuit», y con ello, la noche pareció sellar nuestra experiencia con una bendición inesperada.
Reflexión final: Abrazando el arte de vivir
Esa noche en «Les Cigales» fue más que el final de un road trip de tres días. Fue un recordatorio de que a veces hay que permitirse momentos de locura para redescubrirse, para abrir el espíritu y dejar que la vida fluya a través de uno, sin filtros. No sabemos cuándo haremos nuestro gran viaje a América Latina, pero esa noche en Cassis nos demostró que estamos listos para lo que venga, porque lo importante no es tanto el destino, sino la forma en que elegimos vivir cada paso del camino.
Así, con el canto de las cigarras como testigo y la pintura secándose en nuestras caras, nos dormimos sabiendo que habíamos encontrado algo valioso: la capacidad de ver lo extraordinario en lo ordinario y de celebrar la vida en sus manifestaciones más simples.